El Tribunal Supremo de Israel celebra este martes una audiencia histórica. De la importancia de la ocasión da cuenta que es la primera vez desde su creación en 1948, año de nacimiento del país, que están presentes los 15 magistrados que lo componen. Los jueces están escuchando las peticiones contra la primera ley clave de la reforma judicial impulsada desde enero por el Gobierno conservador de Benjamín Netanyahu, así como su defensa.
El material es altamente inflamable. El Supremo no solo tiene que analizar una norma que limita sus propios poderes —el Parlamento le retiró la posibilidad de declarar “irrazonables” decisiones del Gobierno y de otros cargos públicos electos—, sino que lo hace entre amenazas más o menos veladas del Gobierno ―que considera que carece de potestad para tumbar la norma― y manifestaciones de detractores de la reforma. El tribunal tiene hasta enero para decidir. Si anula la ley y el Ejecutivo se niega a acatar la decisión, Israel entraría en una crisis constitucional. No hay elecciones hasta 2026.
El Parlamento aprobó la norma en julio con 64 votos a favor. Son todos los diputados de la coalición derechista de Gobierno, liderada por el partido de Netanyahu (Likud) de mano de ultraderechistas y ultraortodoxos. No hubo votos en contra porque los 56 diputados de la oposición se ausentaron del pleno en protesta.
Se trataba de una enmienda a una de las 13 leyes básicas que en Israel hacen el papel de Constitución, y ahí reside el quid de la cuestión que estudia este martes el Supremo. El tribunal ha anulado una veintena de leyes por colisionar con alguna ley básica (al estilo de las competencias de un Tribunal Constitucional) desde los años noventa, cuando su entonces presidente, Aharon Barak, consagró esa posibilidad. Pero nunca ha tumbado una ley básica, como es el caso, así que sería un caso inédito.
Es algo que quiere un 34% de la población y rechaza un 37%, según el último Índice de la Voz de Israel, un sondeo mensual del think-tank Instituto Israelí para la Democracia. El resultado, de agosto, refleja la polarización que está causando la reforma, que ha sacado además a la luz brechas sociales más amplias latentes en la mayoría judía. Un 29% de encuestados no opina sobre si el Supremo debería anular la ley.
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El Gobierno presentó el viernes su respuesta formal a las peticiones contra la ley, en la que subraya que el tribunal no tiene potestad para inmiscuirse en el proceso de legislación de una ley básica y advierte de que anularla “podría llevar a la anarquía”. El presidente del Parlamento, Amir Ohana, había ido más lejos dos días antes al asegurar que equivaldría al “abismo”. Deslizó que la Knesset, el Parlamento nacional, “no permitiría sumisamente ser pisoteado”. Netanyahu evita responder cuando le preguntan directamente si acatará la decisión del tribunal: “Espero que no lleguemos a eso”.
Cientos de israelíes se han manifestado ya en la mañana del lunes frente a la residencia del ministro de Justicia, Yariv Levin, auténtica alma de la reforma. Por la tarde, unos 10.000 se han concentrado ante el Supremo, en Jerusalén. Es un aperitivo de cara a la protesta del martes en el mismo lugar, que se prevé más nutrida. Desde enero, decenas de miles ―y en ocasiones hasta cientos de miles― de israelíes salen a las calles contra la reforma, principalmente en Tel Aviv. La iniciativa (un amplio paquete de leyes) busca laminar el contrapeso judicial al poder ejecutivo. El Gobierno lo llama “reequilibrar” o “corregir” el equilibrio entre poderes. Sus detractores consideran que el objetivo es convertir lentamente al país en una dictadura o en un caso similar al de Polonia o Hungría.
Medios locales han informado en los últimos días de un intento de Netanyahu por alcanzar un acuerdo de última hora con Benny Gantz, el líder opositor más valorado (ganaría las elecciones de celebrarse hoy, según los sondeos). También este mismo martes, con la mediación de personal de la oficina del presidente, Isaac Herzog. Al frente del partido Unidad Nacional, Gantz es considerado más proclive al diálogo con Netanyahu que el líder de la oposición, el anterior primer ministro, Yair Lapid, del partido Yesh Atid.
El primer ministro lleva meses buscando una salida al embrollo que ha creado. La mayoría judía (80% de la población) está profundamente dividida, el shekel se ha debilitado notablemente y la protesta se ha extendido a las sacrosantas Fuerzas Armadas. Él, además, sigue sin invitación a la Casa Blanca, algo inédito desde los años setenta. Por el contrario, el ministro Levin y sus socios ultraderechistas vinculados al movimiento colonizador (que ven en el Supremo un último dique para operar con libertad en los territorios palestinos ocupados) le presionan para avanzar.
Lo ilustraba la pasada semana en una viñeta el diario Yediot Aharonot. En ella se ve un coche, con Levin al volante y Netanyahu de copiloto, por una carretera que lleva hacia una “crisis constitucional”. Desde el asiento trasero, tres diputados de la coalición particularmente entusiastas de la reforma animan a Levin a seguir adelante.
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