Hace un año, desafiando las predicciones de que el programa del presidente Biden encallaría, el Congreso aprobó la Ley de Reducción de la Inflación (IRA por sus siglas en inglés). Esta ley es algo así como el Sacro Imperio Romano de la legislación, ya que no es ni sacra, ni romana, ni un imperio. Es decir, en realidad no tiene nada que ver con reducir la inflación; se trata principalmente de un proyecto de ley sobre el clima, que pretende fomentar la transición a una economía de bajas emisiones mediante desgravaciones y subvenciones fiscales.
Y es importante. Junto con la Ley de Creación de Incentivos Útiles para la Producción de Semiconductores (CHIPS por sus siglas en inglés), el Gobierno federal se dedica de repente a la política industrial a gran escala, promoviendo sectores concretos en vez de la economía en su conjunto.
En cualquier caso, el nuevo giro hacia la política industrial se ha enfrentado a muchas reacciones negativas por parte de los analistas políticos, gran parte de las cuales se reducen a: “Oh, no, es el regreso de los demócratas de Atari”. Así que es importante dejar claro que esto no tiene nada que ver.
La historia es la siguiente: en la década de 1980, cuando el crecimiento económico de Japón aún inspiraba admiración y alarma, algunos observadores estadounidenses atribuyeron el éxito del país nipón al fomento de industrias clave por parte del Gobierno. Y había miembros del Congreso que querían que Estados Unidos promoviera lo que ellos consideraban empresas punteras, entre ellas las que fabricaban videojuegos.
Esta facción prácticamente desapareció cuando Japón dejó de ser un modelo y se convirtió en un cuento con moraleja (aunque a Japón le ha ido mejor de lo que la mayoría de la gente cree), y la propia Atari vio cómo su negocio implosionaba. Pero ahora veo que los detractores de la política de Biden esgrimen muchos de los mismos argumentos que numerosos economistas, entre los que me incluyo, emplearon contra la política industrial en la década de 1980: los gobiernos no pueden elegir a los ganadores; los efectos positivos de la promoción industrial son difíciles de identificar; y los intereses especiales pueden apropiarse de cualquier política que favorezca a determinados sectores. Por tanto, es muy probable que la política industrial reduzca el crecimiento económico en vez de acelerarlo. Además, las disposiciones de la política industrial de Biden que instan a comprar productos estadounidenses [Buy American] podrían perjudicar al comercio mundial.
Aplicar estas críticas a la política de Biden parece no captar, a veces voluntariamente, lo que está pasando. Su política no consiste en elegir ganadores e intentar acelerar el crecimiento. Se trata de hacer frente a amenazas que no se tienen en cuenta en las mediciones convencionales de la economía, como la amenaza del cambio climático, o los riesgos estratégicos creados por una China errática y autocrática.
¿Por qué abordar estas amenazas con subvenciones en lugar de, por ejemplo, con un impuesto sobre las emisiones de gases de efecto invernadero? Realidad política. Los impuestos sobre el carbono no iban a ser aprobados por el Congreso; la IRA sí lo fue, aunque por un estrechísimo margen. Y la influencia de las industrias con probabilidades de recibir subvenciones era un aliciente, no un inconveniente. De hecho, fue lo único que hizo posible la medida.
Esta lógica política sigue siendo la principal justificación del giro hacia la política industrial. Pero un año después, empieza a ser evidente que la política de Biden tiene una consecuencia positiva adicional que no creo que muchos anticiparan. Y es que ya ha generado una enorme oleada de inversión privada en el sector de la fabricación, a pesar de que hasta ahora se han invertido muy pocos fondos federales. ¿Por qué?
Un nuevo blog de Heather Boushey, del Consejo de Asesores Económicos, sostiene que la política industrial de Biden ayuda a resolver lo que llama el “problema del huevo y la gallina”, en el que los agentes del sector privado son reacios a invertir a menos que estén seguros de que otros harán las inversiones complementarias necesarias. El ejemplo más sencillo son los coches eléctricos: los consumidores no van a comprarlos a menos que crean que habrá suficientes estaciones de recarga, y las empresas no van a instalar suficientes estaciones a menos que crean que habrá suficientes vehículos eléctricos. Pero en muchos otros ámbitos se plantean problemas de coordinación similares, como la complementariedad entre la fabricación de baterías y la de vehículos.
Incluso antes de ver el post de Boushey, yo ya había estado pensando en términos similares. En concreto, el actual aumento de las inversiones me recordaba un concepto muy popular en la economía del desarrollo, el del Gran Impulso. Era el argumento de que se necesitaba un papel activo del gobierno en el desarrollo porque las empresas no invertirían en los países en desarrollo a menos que tuvieran la seguridad de que muchas empresas más invertirían también. Esta afirmación perdió popularidad durante mucho tiempo, en parte porque al principio los economistas no sabían cómo plantearla con claridad, y en parte porque una vez que lo hicieron se dieron cuenta de que sólo era válida en circunstancias limitadas. Pero siempre fue una idea que tenía sentido en las condiciones adecuadas, y ahora parece que la política industrial de Biden ha creado, de hecho, esas condiciones.
Sigo sosteniendo que la principal justificación del giro de EE UU hacia la política industrial es la economía política: necesitábamos urgentemente tomar medidas sobre el clima y la seguridad nacional, y esas medidas debían adoptar una forma que pudiera ser aprobada por el Congreso, independientemente de que fuese o no la solución recomendada por los libros de texto de economía. Pero la política de Biden también parece estar produciendo un Gran Impulso Verde, al catalizar una oleada de inversión privada mucho mayor de la que cabría haber esperado basándonos en el tamaño de los desembolsos gubernamentales.
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